miércoles, 19 de septiembre de 2012

Lunes

Mi padre acababa de salir por la puerta, eran las 22:15. Empecé a recoger la mesa, a fregar los platos de la cena, a preparar las cosas para el desayuno, me fumé un cigarro, me di una ducha...estaba nerviosa, era incapaz de sentarme a ver la tele tranquila, no me interesaba "Pulseras rojas". Subí a despedirme de él, a darle las buenas noches como cada día y después apagué el ordenador. Bajé las escaleras, cogí agua del congelador, le di un trago, me dolieron los dientes, era escarcha...y fue entonces cuando pasó: el móvil empezó a sonar, descolgué, "¿Me abre usted?". Colgué y fui corriendo a abrir la puerta, las piernas me temblaban, tenía el pulso para robar panderetas, no atiné a girar la llave a la primera, quité el pestillo y tiré de la puerta, no había nadie... me asomé a la calle, la oscuridad era total, la dichosa farola seguía rota, oí unos pasos ligeros, miré a mi izquierda y lo vi llegar... Camisa de manga corta de cuadros azules, pantalón vaquero, chanclas y lo más importante: una sonrisa de oreja a oreja y esa mirada que me derrite...pero había algo más, en su mano derecha llevaba una bolsa de plástico, al final se salió con la suya y trajo el medio litro de helado que me prometió.

Eran las 23:30, hacía apenas tres horas que nos despedimos después de haber pasado la tarde juntos, perdidos, lejos de casa, guardando las formas pero sin tener que disimular lo que nuestros ojos se decían, hacía apenas tres horas que nos habíamos dado el último beso, y nada más abrir la puerta cualquiera era capaz de percibir nuestra prisa por volver a devorarnos, por quitarnos esa necesidad que teníamos el uno del otro. Era la primera vez que nos disfrutábamos ajenos al tic tac del reloj, sin posibilidad de interrupciones, la primera vez que pudimos permitirnos bromear, contarnos historias, reír a carcajadas,... y besarnos como nunca nos habíamos besado antes, y llevar las caricias hasta el punto en que nuestras pieles se fundieron sin saber dónde acababa la mía y dónde empezaba la suya, y compartir un helado a las dos de la mañana con las piernas entrelazadas intentando descubrir por qué el de pistacho me sabía a avellanas, y mantener la mirada mientras nos abrazábamos, sin decir ni hacer nada más, y caminar descalzos besándonos y chocar con el quicio de la puerta, y preguntarme sorprendida cómo podía estar tan a gusto, y no poder reprimir un "te quiero", y desear que esa noche no fuera la última que nos regalábamos, y no recordar haber estado así en toda mi vida...y simplemente ser feliz.

Johann Wolfgang Goethe dijo: "Las grandes pasiones son enfermedades incurables. Lo que podría curarlas las haría verdaderamente peligrosas". 


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